YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.

jueves, 22 de abril de 2010

Acerca de los ataques a Benedicto XVI y a la Iglesia Catolica




Corre como reguero de pólvora la campaña contra el Santo Padre Benedicto XVI, por ende a la Santa Iglesia Católica.

Qué más oportuno que recordar a San Juan Bosco en su hermoso "Sueño 37 en 1882".

El 26 de mayo de 1862 San Juan Don Bosco había prometido a sus jóve­nes que les narraría algo muy agradable en los últimos días del mes.

El 30 de mayo, pues, por la noche les contó una parábola o semejanza según él quiso denominarla.

He aquí sus palabras:

Les quiero contar un sueño. Es cierto que el que sueña no razo­na; con todo, yo que les contaría a Vosotros hasta mis pecados si no temiera que salieran huyendo asustados, o que se cayera la casa, les lo voy a contar para su bien espiritual. Este sueño lo tuve hace algu­nos días:

Figúrense que están conmigo a la orilla del mar, o mejor, sobre un escollo aislado, desde el cual no ven más tierra que la que tienen debajo de los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una multi­tud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas terminan en un afilado espolón de hierro a modo de lanza que hiere y traspasa todo aquello contra lo cual llega a chocar.

Dichas naves están armadas de cañones, cargadas de fusiles y de armas de dife­rentes clases; de material incendiario y también de libros, y se diri­gen contra otra embarcación mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón, incendiarla o al menos hacerle el ma­yor daño posible.

A esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta nume­rosas navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le es adverso y la agitación del mar favorece a los enemigos.

En medio de la inmensidad del mar se levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco distante la una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de la Virgen Inmaculada, a cu­yos pies se ve un amplio cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum.

Sobre la otra columna, que es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium.

El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a seguir.

Todos los pilotos suben a la nave capitaneada y se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero al com­probar que el viento arrecia cada vez más y que la tempestad es cada vez más violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus naves respectivas.

Restablecida por un momento la calma, el Papa reúne por se­gunda vez a los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso; pero la borrasca se torna nuevamente espantosa.

El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos van encami­nados a dirigir la nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en redondo penden numero­sas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas cadenas.

Las naves enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible por detener su marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran abundancia, materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se torna cada vez más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra ella violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones: la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino.

A veces sucede que por efecto de las acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga y profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un viento suave de las dos co­lumnas y las vías de agua se cierran y las brechas desaparecen.

Disparan entretanto los cañones de los asaltantes, y al hacerlo revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el mar.

Entonces, los enemigos, encendidos de furor comienzan a luchar em­pleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate.

Cuando he aquí que el Papa cae herido gravemente. Inmediata­mente los que le acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cu­biertas de sus naves reina un júbilo indecible.

Pero apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente; de suerte que la noticia de la muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor. Los enemigos co­mienzan a desanimarse.

El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar al espacio compren­dido entre ambas, la amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna que ostenta la Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión.

Todas las naves que hasta aquel momento habían luchado contra la embarcación capita­neada por el Papa, se dan a la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que han combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en llegar a las columnas donde quedan amarradas.

Otras naves, que por miedo al combate se habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer en los abismos del mar los restos de las naves destruidas, bogan aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se aseguran a los garfios pendientes de las mismas y allí permanecen tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana ocupada por el Papa. En el mar reina una calma absoluta.

Al llegar a este punto del relato, San Juan Don Bosco preguntó a Beato Miguel Don Rúa:

- ¿Qué piensas de esta narración?

Beato Miguel Don Rúa contestó:

- Me parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves representan a los hombres y el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con toda suerte de armas intentan aniquilarla. Las dos columnas salvado­ras me parece que son la devoción a María Santísima y al Santí­simo Sacramento de la Eucaristía.

Beato Miguel Don Rúa no hizo referencia al Papa caído y muerto y San Juan Don Bosco nada dijo tampoco sobre este particular. Solamente aña­dió:

- Has dicho bien. Solamente habría que corregir una expre­sión. Las naves de los enemigos son las persecuciones. Se prepa­ran días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que suceder. Los ene­migos de la Iglesia están representados por las naves que inten­tan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen.

¡Sólo quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcier­to! Devoción a María. Frecuencia de Sacramentos: Comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos noso­tros y para hacerlos practicar a los demás siempre y en todo momento. ¡Buenas noches!.

Las conjeturas que hicieron los jóvenes sobre este sueño fue­ron muchísimas, especialmente en lo referente al Papa; pero San Juan Don Bosco no añadió ninguna otra explicación.

Cuarenta y ocho años después -en 1907- el antiguo alum­no, canónigo Don Juan Ma. Bourlot, recordaba perfectamente las palabras de San Juan Don Bosco.

Hemos de concluir diciendo que César Chiala y sus compañeros, consideraron este sueño como una verdadera visión o profecía, aun­que San Juan Don Bosco al narrarlo parece que no se propuso otra cosa que, in­ducir a los jóvenes a rezar por la Iglesia y por el Sumo Pontífice inculcándoles al mismo tiempo la devoción al Santísimo Sacramento y a María Santísima.



Esteban Falcionelli, www.argentinidad.org.ar

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