YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.

martes, 26 de octubre de 2010

Faena de Antoñete a "Atrevido", el mítico toro blanco


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Antonio Chenel, «Antoñete», el diestro del mechón blanco, protagonizó en 1966 una de las tardes más memorables de la Feria de San Isidro, una muesca sublime a la historia del toreo con su faena al original morlaco de nombre «Atrevido», de la ganadería Osborne. Fue la tarde del 15 de mayo, que pasaría a la memoria de los aficionados como «la faena del toro blanco».
La original crónica de Antonio Díaz-Cañabate (crítico de ABC desde 1958 a 1972) dio buena cuenta de ella: «Este “Antoñete” esta superior, está por encima del toro. ¡Chico, que manera de torear! ¿No se te cae la baba de admiración? A mí, sí. ¡Ves tú! Esto es diferente, esto no tiene nada que ver con lo que vemos todos los días, con lo adocenado, con lo trivial, con lo grotesco», escribía el crítico, simulando una conversación ficticia con «Isidrín», una representación humanizada de la Feria de San Isidro. «No es un toreo de ayer, ni de hoy, sino de siempre», añadía.
Según Díaz-Cañabate, a «Isidrazo», como le llamaba después, no le habían gustado los tres primeros toros de Osborne, a pesar de que tanto Antoñete, como Fermín Murillo y Victoria Valencia (los diestros que completaban el cartel) habían matado a la primera.
Ahora le tocaba salir a aquel histórico toro blanco que había levantado tanta expectación entre los aficionados. «Vamos a ver el toro ese que dicen que es blanco. ¡Qué cosas! ¡Un toro blanco! ¡Ahí está! No me gusta. Yo creía que era otra cosa, un toro bonito. Pero la gente es muy novelera».
Poco a poco, el señor Chenel fue entrándole a la bestia, haciéndose a él con acierto. «Mira esos apuntes de verónicas. No está mal; cortitos, pero finos, suaves». Unas verónicas cuya ejecución eran un homenaje al torero Juan Belmonte, concocido como el Pasmo de Triana, de quien Antoñete se había declarado admirador en muchas ocasiones.
«Eso es torear sencillamente, con la sencillez de la elegancia, de lo delicado, de lo fino, de lo sutil», añadía el crítico sobre una corrida en la estuvieron presentes Franco y el entonces presidente de Nicaragua, René Schick Gutiérrez, que moriría poco después, al regresar de su gira por Europa, de un infarto causado por su alcoholismo.
Aquella faena quedó grabada con letras de oro en la historia de la tauromaquia, de un torero de gran clase, con un estilo absolutamente clásico y deudor de la estética de Belmonte y la técnica de Manoleteque, que nació en Madrid... muy cerca de Las Ventas

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