Sólo pueden conocerse las costumbres por medio de los hechos y cuando son incontestables. Está probado que Augusto, al que se le elogió inmoderadamente por haber restaurado las costumbres y las leyes, fue durante mucho tiempo uno de los seres más corrompidos en la época de la República romana. El epigrama que dedicó a Fulvia, escrito después del horror que causaron las proscripciones, demuestra que despreciaba tanto el decoro en el lenguaje como en su conducta. Ese célebre epigrama es un testimonio que prueba la corrupción de las costumbres de Augusto. Sixto Pompeyo le reprocha debilidades infames: Effeminatum ensectatus est. Antonio, antes de ser triunviro, declaró que César, tío de Augusto, le adoptó por hijo sólo porque le servía para sus placeres contra Natura: adoptionem avunculi stupro méritum.
Lucio César le reprocha lo mismo, y supone que llevó su bajeza hasta el extremo de vender su cuerpo a Hirtio por una cantidad considerable. Su impudencia llegó después hasta el descaro de robar la mujer de un cónsul, estando en una cena. Se la llevó a una habitación inmediata, donde pasó con ella algún tiempo, y luego la acompañó a la mesa otra vez, sin que él, ella ni el marido se ruborizasen. (Suetonio, Octavio, cap. LXIX.)
Todavía se conserva una carta de Antonio dirigida a Augusto, concebida en estos términos: «Ita valeas, uti tu, hanc epistolam quum leges, non inieres Tertullam, ant Terentillam, ant Rufillam, ant Salviam Titisceniam, ant omnes Anne, refert, ubi, et in quam arrigas.» No nos atrevemos a traducir lo que dice esa licenciosa carta; pero diremos, sin embargo, que era común en aquella época celebrar escandalosos festines con cinco compañeros de placeres y con seis de las principales damas de Roma. Los amigos de Augusto iban vestidos de dioses y ellas de diosas, y se esforzaban en imitar todas las deshonestidades inventadas por las fábulas.
Casi todos los autores latinos que se han ocupado de Ovidio dicen que Augusto desterró al poeta, que era más honrado que él, por haberle éste sorprendido cometiendo incesto con su propia hija Julia, y que sólo desterró a ésta por celos. Esto es tan probable, que Calígula decía en alta voz que su madre era hija del incesto de Augusto y de Julia; así lo asegura Suetonio en la vida de Calígula.
Sabido es que Augusto repudió a la madre de Julia el mismo día que la parió; y el mismo día robó Livia a su marido, estando ésta embarazada de Tiberio, que fue otro monstruo, sucesor de Augusto.
II
Mientras Augusto estuvo durante algunos años entregado al más desenfrenado libertinaje, su crueldad fue tranquila y reflexiva. Celebrando fiestas y banquetes, ordenó las horribles proscripciones que dejaron recuerdo en la historia. Proscribió sobre trescientos senadores, dos mil caballeros y más de cien padres de familia desconocidos, pero ricos, cuyo crimen consistía en poseer una fortuna. Octavio y Antonio los condenaron a muerte para apoderarse de sus bienes, portándose con ellos como se portan los ladrones en los caminos reales.
Octavio, poco antes de la guerra de Perusa, entregó a sus soldados veteranos el dominio de las tierras que poseían los ciudadanos de Mantua y de Cremona, recompensando de este modo con el robo el homicidio. Es indudable que asoló el mundo, desde el Eufrates hasta el centro de España, un hombre sin pudor, sin fe, sin honor, sin probidad, bellaco, ingrato, avaro, sanguinario, que cometía el crimen con tranquilidad y que en una república bien organizada hubiera muerto en el último de los suplicios, sentenciado por el primero de los crímenes que cometió.
A pesar de todo esto, todavía se admira el gobierno de Augusto, porque Roma gozó durante él de paz, de abundancia y de placeres. Séneca dice de Augusto: «No llamo yo clemencia al cansancio de la crueldad. Créese que Augusto fue benigno cuando no necesitó cometer crímenes, cuando fue señor absoluto y se empeñó en que le creyeran justo; pero en mi opinión, siempre fue más implacable que clemente. Después de la batalla de Actium, mandó que degollaran al hijo de Antonio al pie de la estatua de César, y cometió la barbarie de mandar cortar la cabeza al joven Cesarión, hijo de César y de Cleopatra, después de haberle reconocido rey de Egipto.»
Sospechando en una ocasión que el pretor Galo Quinto se había presentado en la audiencia que él le había concedido con un puñal oculto debajo del traje, mandó que en su presencia le dieran tormento, y le indignó tanto que el referido senador le llamase tirano, que él mismo le arrancó los ojos, si hemos de creer a Suetonio.
Su padre adoptivo, César, fue bastante grande para perdonar a todos sus enemigos; pero no sé que Augusto perdonara a uno solo de los suyos. Hasta dudo que fuera clemente con Cinna. De esa aventura no hablan Tácito ni Suetonio; y Suetonio, que describe todas las conspiraciones que se fraguaron contra Augusto, no hubiera omitido la más célebre. La singularidad de nombrar cónsul a Cinna, en pago de haber cometido la más negra perfidia, debió haber sido notada por los historiadores contemporáneos, y nada dicen de esto. Dión Casio se ocupa de ese hecho tomándolo de Séneca, y el fragmento de éste parece más una declamación que una verdad histórica. Además, Séneca dice que ocurrió en Galia y Dión que sucedió en Roma. Semejante contradicción concluye de quitar verosimilitud a la referida aventura. Ninguno de los historiadores modernos que se han ocupado de historia romana discute ese hecho interesante.
Es posible que Augusto hubiera creído a Cinna sospechoso de serle infiel, y después de haber averiguado su conducta, le concediera Augusto los honores del consulado. Pero no es probable que quisiera Cinna, por medio de una conspiración, apoderarse del poder supremo, no habiendo mandado nunca ningún ejército, no estando apoyado por ningún partido, no siendo hombre importante en el Imperio. No tiene viso de verdad que un simple cortesano se viera acometido por la locura de querer suceder a un emperador que reinaba despóticamente veinte años y tenía herederos. Tampoco es probable que Augusto le hubiera nombrado cónsul inmediatamente después de la conspiración.
Si la rebelión de Cinna fue verdadera, Augusto le perdonó contra su voluntad, instigado por las razones o por las importunidades de Livia, que había adquirido sobre él gran ascendiente, y que, como dice Séneca, le convenció de que le sería más conveniente perdonar que castigar. Como conveniencia política ejerció, pues, Augusto una vez la clemencia; no la practicó por ser generoso.
¿Cómo se puede atribuir a clemencia el que un bandido que se enriqueció y se afirmó en el trono goce tranquilamente de sus rapiñas y no asesine a los hijos de los proscritos que se arrodillan ante él y le adoran? Augusto fue un político prudente, después de haber sido un monstruo. Pero la posteridad no le apellidó nunca «virtuoso», como a Tito, a Trajano y a Antonino. Se introdujo en Roma una costumbre al felicitar a los emperadores cuando ascendían al trono. Esta costumbre fue la de desearles que fueran más felices que Augusto y mejores que Trajano. No es lícito, pues, hoy considerar a Augusto como un monstruo feliz.
Luis Racine, hijo del gran Racine y heredero de parte de los talentos de éste, parece que se olvide de la raza que le engendró, cuando en sus Reflexiones sobre la poesía dice: «Que Horacio y Virgilio mimaron a Augusto, y agotaron su ingenio para envenenarle con sus elogios.» Parece deducirse de estas palabras que los elogios que indignamente le prodigaron estos dos grandes poetas corrompieron el bello natural de dicho emperador. Pero Luis Racine no ignoraba que Augusto fue un hombre perverso, indiferente al crimen y a la virtud, que sacaba provecho de una y otra, que ensangrentó el mundo y lo pacificó, sirviéndose de las armas, de las leyes, de la religión y de los placeres para llegar a ser señor absoluto. Por lo que Luis Racine, al decir las frases anteriores, sólo prueba que Horacio y Virgilio fueron serviles.
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