YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.
domingo, 6 de febrero de 2011
V Domingo del Tiempo ordinario
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Dies Domini
Luz del mundo y sal de la tierra
Nada nos dicen los evangelios de la reacción de los que escucharon estas hermosas palabras de Jesús. Sin embargo, parece evidente que se sentirían, además de sorprendidos, muy halagados con lo que acababan de oír. Lo que escucharon era tan íntimo y provocador que, a juzgar por lo que sentimos nosotros, se hace irremediable el entusiasmo de sus oyentes. Jesús les invita a compartir su misión, los está comprometiendo con el Reino. A todos los llama a ser sal de la tierra y luz del mundo. Se trata, por tanto, de un mensaje claro, que lo es más aún con la explicación que enseguida les dará.
Aunque nada dice el texto, es de suponer que, sorprendidos y agradecidos, los discípulos que le escuchan acogen este honor y esta responsabilidad. Jesús les está proponiendo, nada más y nada menos, que ser testigos de su luz y de lo más sabroso que Él ha venido a mostrar: el amor de Dios. Pero quizás lo que más les gustó escuchar a sus oyentes es que ellos mismos van a compartir con Jesús su sal y su luz. Es evidente que esto produce el entusiasmo de cualquiera que esté en la órbita de la fe y que esté dispuesto a seguir a Jesús. Nos dice el Señor que cuenta con nosotros y, por eso, nos da la gracia y la fuerza para ser sus testigos en cualquier lugar y circunstancia. Es más, nos dice que ésa es nuestra vocación: hacer de la vida presencia luminosa y sabrosa del Señor.
Sin embargo, lo que es tan hermoso y tanto nos dignifica, a veces, por cierta cicatería nuestra, en lugar de ser acogido sin condiciones, es incluso discutido. ¡Cuánto se ha hablado estérilmente sobre si nuestro testimonio ha de ser más o menos explícito! Jesús, desde luego, no tiene ninguna duda. Siempre el testimonio ha de ser claro y evidente, pues no se puede esconder lo que nos ha sido dado para que luzca. Lucirá naturalmente por las obras de los hijos de Dios: ellas son, en efecto, el resplandor de nuestra filiación divina. Tenemos una misión: por nosotros, por nuestra vida, la gente ha de encontrar motivos para darle gloria al Padre que está en los cielos. Y, por tanto, hemos de procurar que nuestras obras se noten lo más posible. Sin olvidar, evidentemente, que todo ha de pasar por la autenticidad y la coherencia de vida. Pero la vida de un cristiano es un testimonio público, aunque casi todo suceda en su interior. Reducir la experiencia cristiana a lo privado es antinatural y, como hemos podido ver, antievangélico. ¡Cuánta luz y sal le han dado al mundo los santos! ¡Cuánto ha iluminado y salado al mundo moderno Juan Pablo II!
+ Amadeo Rodríguez Magro
obispo de Plasencia
Evangelio
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
Mt 5, 13-16
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