El Evangelio del domingo se desarrolla en dos escenarios: en el primero, Jesús conoce la noticia de la enfermedad de Lázaro, y se la toma con aparente tranquilidad. En realidad, Jesús sabe que tienen que cumplirse los tiempos de Dios, y pone en Él su confianza. Sólo en el momento oportuno, Jesús se dirige a Betania -segundo escenario- y, al llegar, se encuentra con el duelo de la muerte. Como es natural, lo comparte con aquella muy querida familia, y muestra ahora con su llanto cómo quería a su amigo Lázaro. Es en ese clima tan humano en el que se desencadena un diálogo de fe y tiene lugar un hecho en los que Jesús se mostrará muy divino. Y como en todos los encuentros en los que Jesús sana y salva, todo pasa por la fe. En esta ocasión su interlocutora, la que ha de abrirle su corazón creyente, es Marta, la activa, que aquí se manifiesta extraordinariamente contemplativa: «Sí, Señor: yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Asistamos en silencio y oración a este diálogo entre Jesús y Marta; bien escuchado, despierta un anhelo profundo de vida eterna. Sobre todo, estemos muy atentos a las palabras divinas de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre». Y no nos perdamos tampoco la breve frase de la hermana: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Lleva en su corazón la fe en la resurrección, sabe que Jesús es el Señor de la vida. Y, por qué no, también escuchemos el comentario de algunos judíos: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que éste muriera?» No debería extrañarnos a los que tan a menudo nos preguntamos: ¿Por qué, Señor, por qué?, o: ¿Dónde estaba Dios en el terremoto o en el tsunami de Japón? A ellos y a nosotros la respuesta nos la dan los sentimientos de un Jesús conmovido. Jesús, y en Él su Padre Dios, es uno más en el dolor, comparte el dolor de las hermanas de Lázaro, está a nuestro lado en el sufrimiento. Lo que sí es evidente en este milagro es que, en los tiempos de Dios y de su justicia, el dolor y la muerte no tienen la última palabra. No tardará en aparecer el vencedor de la muerte, el Dios de la vida. Lo que viene después es un signo para que todos podamos ver la gloria de Dios. Pero Jesús, antes, hace oración de acción de gracias a su Padre que le ama y escucha, y también suplica que los testigos de la resurrección de Lázaro crean que Él es su Enviado. Y ese acontecimiento fue un signo para que muchos creyeran en Él como la resurrección y la vida. Los encuentros con Jesús, siempre, si son personales, terminan en confesión de fe y cambio de vida. + Amadeo Rodríguez Magro Evangelio En aquel tiempo, había caído enfermo un cierto Lázaro, de Betania, aldea de María y Marta, su hermana. Le mandaron recado a Jesús: «Señor, al que tú amas está enfermo». Jesús dijo: «Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios». Y se quedó todavía dos días. Sólo entonces dijo: «Vamos otra vez a Judea». Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Marta salió a su encuentro y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Jesús se conmovió, y preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?» Contestaron: «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar. Comentaban: «¡Cómo lo quería!» legó a la tumba, y dijo: «Quitad la losa». Marta le dijo: «Señor, ya huele mal, lleva cuatro días» Él respondió: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» Quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por los que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Dicho esto, gritó: «Lázaro, sal afuera». El muerto salió, pies y manos atados con vendas. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos creyeron en Él. Juan 11, 1-45 www.alfayomega.es
YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.
domingo, 10 de abril de 2011
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