Las albarcas son el calzado típico de los montañeses cántabros. Yo no he visto en ninguna otra región que se usen con las características nuestras; por eso, ni el diccionario recoge esta palabra. Lo más similar es la almadreña asturiana, pero resulta más tosca y sin las propiedades de nuestras albarcas. La abarca es otra cosa, usada por los pastores de las mesetas. En su composición entran el cuero y la goma, modernamente obtenida de las cubiertas de los coches.
Una albarca bien hecha tiene que tener: una casa cómoda donde ajuste perfectamente el pie; unas paredes tan delgadas que casi sean trasparentes, y un punto de equilibrio que, con el mínimo esfuerzo, permita el juego del pie al andar. La madera ideal para conseguir estas cualidades es la del abedul: ligero y, al mismo tiempo, correoso. No obstante, las corrientes se hicieron siempre de haya.
En la menguante de enero, época cuando la savia está más baja, se corta la madera precisa buscando que tenga algo de curvatura natural y unos cincuenta centímetros de longitud. Son los llamados “tajos”, fáciles de transportar hasta casa, donde se les dejará secar, por lo menos un año, metidos entre el tamo del pajar para evitar que, posteriormente, se agrieten.
La primera operación a realizar será darles forma con la azuela de peto. Se llama así a la de dos bocas: una ancha y otra más estrecha, que permite llegar a cualquier rincón; las dos afiladas como una navaja barbera y curvadas hacia el mango.
Conseguida la forma exterior de la albarca se procede a su barrenado interior. Para ello se sujeta el tajo en una cárcel de madera colocada a la altura de los ojos del albarquero para dar más comodidad al trabajo. La operación es la más delicada de todo este tejemaneje, pues de no tener la suficiente destreza sacarás el barreno por el “papu” de la futura albarca. Los barrenos “albarqueros” son los llamados de orejas, con unos gavilanes muy desarrollados, ya que, al mismo tiempo que se va introduciendo, se va comiendo madera por los laterales hasta formar la casa del calzado.
Para terminar a la perfección la casa de la albarca se usa la legra: es una herramienta formada por una cuchilla muy curva, tal que se dobla por encima, que tiene filo en todas las direcciones; en un extremo lleva un mango también muy curvo que se agarra con las dos manos al trabajar. Poco a poco, quitando la madera interior con “muchu tientu”, se va adaptando la casa al pie del que las va a usar.
Con este calzado se usa siempre el escarpín de fieltro o de lana tejida muy fuerte. Las zapatillas, por su suela gorda, nunca pueden asentarse debidamente, aunque se usen por razón de comodidad. Con la legra se van quitando todos los estorbos que impidan que el pie tenga una posición natural, pero sin que queden tan francas que no se ajusten debidamente. No olvidemos que el pie tiene que entrar en la albarca como con calzador.
Terminada la parte interior, viene el remate exterior: primero con la azuela y, por último, con el cuchillo, muy afilado y acabado en punta. Allí la dificultad mayor es colocar en su sitio los tres tarugos que serán el único punto de apoyo sobre el suelo. El de atrás no ofrece mucha dificultad, puesto que resulta una prolongación hacia abajo del “calcañal” de la albarca; los dos delanteros se colocan a los dos tercios de su longitud, en un puente que sobresale de la estructura; por último se barrenan unos agujeros para encajar allí los tarugos (aunque siempre dirán “tarugas”) por medio del pivote que se les deja al fabricarlos.
Las “tarugas” tienen una espiga que termina en un ensanchamiento en forma de cono invertido. Se hacen solamente con la azuela, y es muy corriente ver a los pastores en invierno entretener su ocio en el campo haciendo largos palos de tarugas que, luego cuando las necesitan, con un ligero corte están aptas para ser usadas. La madera más empleada es la de espina, también se usa el acebo, pero éstas, aunque de mucha “dura”, resultan muy resbaladizas.
Ya tenemos la albarca en marcha y es preciso rematar el pico delantero dejando por debajo el “papu”, lugar sobre el que golpeará el calzado al andar. La figura de la albarca allí es muy variada: los antiguos campurrianos las remataban imitando los cuernos de las vacas: “los cornitus”, con el pico hacia fuera para que no molestaran al andar, pero se ha ido imponiendo el tipo carmoniego, con el pico hacia arriba, ya que resultan más ligeras, airosas y fáciles de rematar.
La operación final será el tostado. Se hace untándolas con leche recental y exponiéndolas a la llama de un fuego muy vivo. Con ello se consiguen dos cosas: darlas ese color rojizo oscuro, típico de este calzado, y que no se abran en lo sucesivo, pues éste es el mayor enemigo para un calzado de paredes tan ligeras.
Si el “albarqueru” es un artista, y pocos hay de los buenos que no lo sean, rematará el trabajo en la parte delantera superior trazando intrincados dibujos geométricos a punta de cuchillo. Las hay que son verdaderas obras de arte, sobre todo si quien va a lucirlas es una airosa moza. Algunos adquirieron gran fama por estos dibujos.
Cuando escribo esto, febrero del 86, un par de albarcas hechas en condiciones valen ya cinco mil pesetas, pero muchas vi vender en mi infancia a cinco pesetas. Había albarqueros que, de las corrientes de madera de haya, llegaban a hacer tres pares diarios, algo increíble de no verlo.
En los largos inviernos, cualquier campurriano mañoso hacía albarcas, aunque no siempre resultaban buenas. Aquellos “machucos” (de machacar, machucar los pies) cubrían las necesidades de la familia, y la materia prima no costaba nada.
Cuando eran usadas por las personas mayores, cuyo paso ya no era tan seguro, se suplían las “tarugas” por clavos de herrero, que hacían un ruido infernal al andar, pero evitaban su reposición.
© Cantabria Tradicional
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