YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.

domingo, 11 de septiembre de 2011

XXIV Domingo del Tiempo ordinario


Después de que ha explicado a sus discípulos cómo se solucionan los conflictos entre hermanos, respondiendo a una pregunta de Pedro, Jesús habla del perdón y de la misericordia divina. Cuando marcó los tiempos en la corrección fraterna, pudo parecer que el perdón había quedado limitado; pero, como veremos, no ha sido así. El perdón de Dios es ilimitado; y eso es importante saberlo, porque sólo desde el perdón divino se entiende el perdón humano. El perdón divino es siempre la referencia que ha de tener presente el corazón humano; porque el perdón ha de ser siempre de corazón: «Lo mismo hará con vosotros mi Padre que está en el cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano». El perdón de mala gana no es perdón; es sólo un sucedáneo.

Por eso no es exagerada la respuesta de Jesús a la pregunta de Pedro: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» Éste es el máximo que Pedro podía prever. Jesús, sin embargo, amplía el perdón hasta más allá de nuestros límites. Setenta veces siete es siempre. Y a continuación recurre a una parábola para explicar cómo es de grande el perdón del reino de los cielos. ¡Qué desproporción entre las deudas! ¡Qué distancia tan grande hay en los comportamientos! Lo que Jesús quiere poner de relieve es la grandeza infinita de la compasión de Dios; pero también hace ver la cicatería humana. De ahí que Jesús nos ofrezca un estímulo desde el que ir cambiando esa tendencia de nuestro corazón: el amor y la misericordia de Dios es tan grande en generosidad con nosotros, que sería muy mezquino por nuestra parte no perdonar las ofensas, siempre menores, de nuestros hermanos. Como se ve, la sustancia de la parábola está en el contraste. De cualquier modo, nuestro perdón siempre tiene que estar en relación con el perdón de Dios, como recuerda también Jesús en el Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores».

ábola nos parece sólo un hermoso ejemplo, pero sin fundamento en la realidad, conviene que recordemos que la cruz de Cristo es la manifestación humana en toda su verdad del amor divino. Y todos hemos conocido y conocemos a personas que viven en Cristo y que ponen cada día actitudes y gestos de perdón y reconciliación. Eso no impide ignorar la realidad y la magnitud de las ofensas; pero exige sanar las heridas que, en formas de odios y rencores, las ofensas hayan podido ir dejando. No pasar de puntillas por este texto evangélico y entrar en él de corazón es un gran servicio a nuestra felicidad, pero también a la esperanza de paz en este mundo, tan dolorido por grandes ofensas.



+ Amadeo Rodríguez Magro

obispo de Plasencia


 

Evangelio


En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús, le preguntó: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?»

Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo. Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: Págame lo que me debes. El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti? Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano».



Mateo 18, 21-35
 
 
















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