Godofredo abrió sus puertas el viernes, un día y medio después de que José Sáez Carrasco dijese adiós a la vida. A las nueve y media de una mañana de duelo. El día de su funeral. Con esa rutina acostumbrada, con la misma escrupulosa puntualidad que acompañó a Don José, o Pepe -según quién le tratase- a lo largo de las cerca de siete décadas que pasó entre los mostradores de este singular comercio, que constituye una referencia para generaciones de santanderinos. Dos horas más tarde, su hijo Jorge, al frente del negocio, ya había recibido cerca de un centenar de pésames.
Nada hubiese molestado más a su padre que ver cerrada la persiana del comercio que forjó con tanta dedicación y esmero. Él, que fue un infatigable trabajador. Que en ochenta años solo se fue una vez de vacaciones con su mujer cuando celebraron las bodas de oro, y porque no lo quedó más remedio.
A las ocho y media de la mañana estaba haciendo gestiones en la oficina del Banco Santander en Puertochico, donde siempre exhibía buen humor; y a las nueve en la tienda. Llegaba el primero y se iba el último. Y el día en que, consumido por la enfermedad, no tuvo fuerzas para estar detrás del mostrador, se hundió definitivamente. La tienda era su vida. Empezó a decaer en junio, pero hasta hace unas semanas, ayudándose de una cachava, y ya con evidentes signos de deterioro físico, aún tuvo fuerzas para sentarse detrás del mostrador, e incluso insistió en atender a los clientes.
En 1927 su abuelo Godofredo abrió un negocio de artículos de pesca en el muelle de Santander que heredó su padre y que, ahora, Don José, deja en manos de Jorge, el menor de sus descendientes, de 38 años. Aunque José Sáez Carrasco siempre será Godofredo en la memoria de la ciudad. Uno de los rostros que enhebran la historia de los nombres propios de Santander y que el pasado martes, víspera de la fiesta de una Hispanidad que tanto exaltaba, se despidió para siempre de los suyos y dejó a la ciudad huérfana de su comerciante más singular.
Un comerciante innovador
“Si no lo tengo aquí, lo tengo en la estación”. Con esta frase José Saez Carrasco cambió el comercio en Santander. Tenía verdadera obsesión por satisfacer al comprador. Cualquier cliente que entrase por la puerta de su tienda de artículos de pesca del Paseo Pereda podía tener por seguro que Don José iba a hacer lo imposible por conseguir lo que pedía. Y, si no –de ahí su frase-, lo buscaba en ese contenedor fantasma que siempre esperaba cargado de artículos en la estación de ferrocarril. Y lo conseguía, aunque lo tuviese que pedir a Francia.
Vender era su prioridad, y renunciando a su verdadera vocación que fue ordenarse sacerdote, dedicó toda su vida a las artes de pesca forjando, así, un nombre propio en el comercio santanderino. Atribuyen su éxito a una pócima con dos ingredientes: Su extraordinario olfato comercial y que era un gran experto en el género que despachaba desde los trece años, artículos de pesca y prendas marineras.
El hombre que conquistó el paseo Pereda con sus chubasqueros se había criado entre mostradores y aparejos. Fue poco a la escuela, pero a lo largo de la vida se resarció con creces de esa sed de saber que siempre le inquietó. Fue un hombre de trato extremadamente educado con una contrastada capacidad para la oratoria. Daba rienda suelta a su elocuencia en las soflamas políticas que preparaba con meticulosidad y que, hace años, ensayaba con vibrante retórica en la trastienda, aprovechando los momentos de escasa afluencia de clientes.
Mientras otros se embelesaban contemplando la bahía santanderina, Don José, desde su privilegiada atalaya comercial en el número 31 del Paseo Pereda fue un absoluto innovador que siguió su propia estrategia. A lo largo de su vida abrió todos los sábados por la tarde, al margen de las reservas de otros comerciantes que se negaron y se siguen negando a ello. Pero nunca en domingo; católico hasta la médula Sáez Carrasco respetaba con absoluta inflexibilidad el día de descanso religioso semanal. Y, aunque ya estuviese cerrado, tenía por norma inflexible abrir la puerta a los clientes que llegaban en el último minuto. “Aquí el cliente es el dueño”, repetía a sus empleados.
José Sáez impulsó extraordinariamente el negocio de artículos de pesca y, al fallecer su padre, se libró de inmediato de la cerámica que éste vendía en la tienda. No le gustaba trabajar con ese género; la tenía tanta aversión que mandó venir a unos gitanos y les regaló lotes completos de piezas de extraordinario valor.
Desarrolló el negocio de la pesca submarina, aunque antes de fallecer su progenitor ya vendía los fusiles a escondidas porque el padre se negaba a hacerlo en la tienda porque los consideraba peligrosos. Puso de moda las prendas de pesca que traía de Inglaterra. Vendió los primeros Barbours y Huskys en Santander, y también los primeros que se veían en España. Y deja como herencia la mejor tienda de pesca de río que existe, como atestiguan los pescadores de todas partes de España que se acercan hasta aquí.
`Godofredo’ implantó su particular sistema de calidad cuando ni siquiera se utilizaba el término, vendiendo hasta lo que no tenía con tal de satisfacer al comprador; y no tuvo apuro alguno en salir a conquistar clientes, sacando chubasqueros y katiuskas a la calle. Aquella iniciativa que tomó hace treinta años hoy se reivindica como una de las estampas clásicas, ya con aroma a costumbrismo, del muelle de la ciudad. Con las primeras gotas de lluvia –continuará siendo así- de la tienda de Godofredo brota un espontáneo mercadillo de prendas marineras para el agua con las que, principalmente, los turistas, se protegen del chaparrón.
El agosto de `Godofredo eran los aguaceros. Porque ante la meteorológica imposibilidad de garantizar sol en verano, no se empeñó en ir a contracorriente y supo crear negocio a medida de las verdaderas necesidades comerciales de esta ciudad: La lluvia.
Acostumbraba a recitar su peculiar receta para la semana: “Tres días buenos para que la gente vaya a la playa, dos días nublados para que vayan de compras y un día de lluvia para que venda mucho Godofredo”. Hace años, cuando sacaba las mesas a la calle repletas de chubasqueros hacía sentarse a un empleado en una silla alta, como las de los árbitros de tenis, para que vigilase el género desde esta improvisada atalaya.
Personalidad carismática
Además del tesón comercial con el que condujo su negocio, a la singular personalidad de Sáez Carrasco se sumaban otras circunstancias como su deriva política ya que se convirtió en el representante más carismático de la derecha más conservadora, admirador del espíritu franquista. Recalcitrante patriota, católico y fiel. Los epítetos que vistió Don José, en boca de sus más íntimos.
Por sus obvias connotaciones políticas, hasta hace años en la tienda de Godofredo estaba prohibido pronunciar la palabra ‘rojo’, un inconveniente cuando alguien vende impermeables de todos los colores. No obstante, si un cliente preguntaba: “¿Tiene usted un chubasquero rojo?”, se respondía: “Rojo no. Colorado”. Tampoco hablaba de Cantabria, se definía y reivindicaba como ‘montañés’.
Su amigo Poli sostiene que era fiel a sus creencias y nunca votó a ningún partido político. Aunque eran muchos los que, en vísperas electorales, se acercaban por la tienda para preguntarle a quién había que votar.
Al margen de la anécdota, en Sáez Carrasco perduraba además una peculiar estética propia, con sus características gafas ahumadas, que le hacían fácilmente reconocible a cuántos se le tropezaban por Puertochico. Era un gran conversador y sabía escuchar. Tenía, de siempre, una predilección especial por la tertulia y su amigo desde la infancia Poli, Jesús López Polidura, recuerda que cuando frecuentaban el Riojano, ya hace décadas, se pedían un porrón y unos cacahuetes y soltaban carrete durante horas.
“No compartimos ideas, pero la amistad hay que tenerla siempre”, era el lema de este trabajador infatigable, quien también acostumbraba a decir que su tienda estaba abierta a todas las ideologías. Y efectivamente, detrás del mostrador trataba con idéntica educación a todos sus clientes, entre ellos Francisco Álvarez Cascos, experto pescador de salmón, y Miguel Ángel Revilla, quien acudió a su funeral celebrado el jueves en una desbordada iglesia de San Francisco y que reunió a centenares de personas. “He sido cliente suyo de toda la vida y jamás tuvimos ninguna discusión política. Era un hombre consustancial al paseo de Pereda y muy coherente, porque ha mantenido siempre las mismas ideas”, expresa.
Pero el nombre comercial de Godofredo va más allá de las fronteras locales y se ha convertido en referente de la ciudad, como un establecimiento típico que ya aparece en las guías turísticas. Al ex presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza, le preguntaron en una entrevista por sus veraneos en Santander y automáticamente respondió que recordaba cuando compraba gusana en Godofredo.
Un hombre de reconocida generosidad
Por la tienda de ‘Godofredo’ no solo desfilaron clientes, sino todos los pobres de Santander que durante más de cuarenta años pasaban a pedir periódicamente. José Sáez fue una persona de extraordinaria generosidad, inmensamente caritativo, virtud que heredó de su madre. Repartía dinero a todo el mundo y hacía todo tipo de favores, incluso a sus enemigos políticos. Avalaba créditos y hasta llegó a pagar la pensión de algunas familias que habían sido desalojadas de sus casas. Le encantaba jugar a la lotería, pero donde más dinero dejaba era en los demás.
La gente iba a la tienda a pedirle dinero, y él se dejaba engañar. Bajo su manera de entender la religión creía que tenía obligación de ejercer la caridad. “Pero si los pobres son ellos, que vas a esperar si les fallan la cabeza o los valores”, solía argumentar.
Tanto era así, que llego a organizar los días de pedir; que eran jueves y sábados. Un día una mujer se presentó en el día equivocado. Sáez Carrasco le pidió el número de cuenta para ingresarle periódicamente la limosna y que así no se volviese a equivocar de turno.
Invitaba a todo el mundo. Se rodeaba de pescadores y huía del protagonismo social. Dejó amigos en el Goya, en el Riojano, en el Pata Negra, en el Zacarías. En todos los lugares que frecuentó.
Todavía, en mayo, un día que estaba en la tienda coincidió en entrar un pescador y se empezó a lamentar de su mala situación económica. “Anda, cógete una caña y un carrete”, le dijo Don José, “y me lo pagas cuando puedas”.
Suponiendo que tuviese intención, no podrá devolvérselo nunca. El motor de Godofredo, su espíritu, se apagó el pasado martes. Hacía solo quince días había compartido un vaso de agua –ya no tomaba otra cosa- con su amigo el joyero Federico Venero, en el Mesón Campos. “Era la mejor persona del mundo”, asevera emocionado. Acostumbraba a frecuentar el Zacarías, donde en su buena salud tomaba café o algún vino ocasional, y donde se deshacen en elogios hacia su persona. Todos aquellos que le rodearon dicen que fue un hombre bueno. Y que amaba lo que hacía.
Desde que perdió a su hijo en un accidente de tráfico se pasaba los días rezando. El cura del Barrio Pesquero, Alberto Pico, que todos los domingos le llevaba la comunión, estuvo cerca de él en los momentos más amargos de su enfermedad. Gozaba de una fe inquebrantable. Y consumió sus últimos días leyendo Preparación para la muerte, de San Alfonso Ligorio.
En el velatorio se comentaba que deja un montón de gente desamparada, a todos aquellos que se le acercaban en busca de limosna o consuelo. Frente a su ataúd lloraban tres drogadictos y cuatro pobres de Santander, amén de una larga lista de familiares, amigos y personas anónimas que se acercaron a despedirle.
Lo cierto es que la muerte de `Godofredo’ deja huérfano el catalogo de nombres propios de la ciudad. Don José ha sido una referencia axiomática en el Santander de toda la vida, una personalidad imperiosa que ha sabido coronarse en emblema del paseo más elitista de la ciudad. Hasta los raqueros de Pereda tienen en Godofredo una severa competencia como referente urbano. “Yo soy el rey del chubasquero y el decano del muelle”, bromeaba acerca de sí mismo.
1 comentario:
Opino que Godofredo debe ocupar su sitio en la lista de ilustres montañeses.La ciudad nunca le agradecerá suficiente lo que ha hecho por ella.
D.E.P
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