Según nos cuenta San Mateo, los saducesos y los fariseos se turnaban para poner a prueba a Jesús. En realidad, si es sólo para eso, parecen inasequibles al desaliento; no se sienten frustrados por los fracasos anteriores. Al contrario, le hacen una nueva pregunta, en apariencia bastante ingenua. ¿Cómo se les ocurre pretender que Jesús se incline por uno de los seiscientos trece preceptos de la Ley, en detrimento de los demás? ¿O que elija uno entre los diez mandamientos, aun a sabiendas de que éstos eran la norma de conducta que guiaba a los israelitas en el cumplimiento de la Ley del Señor? En el fondo, no habría que descartar que el experto en la Ley, además de ponerlo a prueba, esperara también encontrar en la respuesta del Señor algo nuevo. Sea como fuere, Jesús, que no está para perder el tiempo, no defrauda a nadie y proclama la Ley Nueva, uniendo dos mandamientos que ya estaban en vigor: la Shemá (Dt 6, 5) y el amor al prójimo (Lv 19, 18). Con los dos, hace uno nuevo. En realidad, sólo Él puede hacerlo, porque es el amor de Dios entre nosotros.
Vayamos entonces al primero y principal: Amarás al Señor tu Dios. En efecto es la Shemá de Israel. Pero no olvidemos quién la recita. Dicha por Jesús, sólo puede ser un mandamiento nuevo: estas palabras, pronunciadas por la Palabra hecha carne, tienen toda la verdad del amor que el hombre recibe a través del Hijo de Dios y, al mismo tiempo, expresan la fuerza infinita del amor del Hijo por el Padre; pero también recogen toda la ternura del amor humano por su Dios. Por eso, el amor a Dios sólo puede ser con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Se trata de un amor sin condiciones ni reservas; es un amor que pone en juego todas las facultades del ser humano. Se trata de un amor que exige la disponibilidad de toda la persona, una disponibilidad viva y activa. Es más, si Jesús pone en el centro de la vida el amor a Dios, es para que nos demos cuenta de que la vida nueva es ser amados por Él con un amor cercano, el amor del Hijo. Así es el amor del que da testimonio san Pablo de este modo: «Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí». Este amor hace nueva la vida y la convierte en amor a Dios.
Semejante al primero, el segundo: Amarás al prójimo como a ti mismo. Más que semejante, este segundo mandamiento sólo se puede situar en el primero: se ama al prójimo en la misma corriente de amor con la que amamos a Dios. Por eso, este segundo mandamiento se ha de acoger con la misma radicalidad y totalidad del primero. Tampoco éste admite rebajas. De ahí que Jesús vaya ampliando, poco a poco, las motivaciones del amor al prójimo: de Como a nosotros mismos, pasará a Como yo os he amado.
Las últimas palabras que Jesús pronuncia, para concluir su respuesta al experto en la Ley, recogen la unidad, la fuerza y la centralidad del mandamiento nuevo: De estos dos mandamientos depende la ley entera y los profetas. Jesús establece así una ley que hoy solemos aplicar para organizar en nosotros la interiorización y la manifestación de la fe de la Iglesia: la que conocemos como jerarquía de las verdades. En este doble mandamiento se asienta también la evangelización de la Iglesia, que hoy, día del DOMUND, estamos evocando.
+ Amadeo Rodríguez Magro
obispo de Plasencia
Evangelio
En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar, y uno de ellos, un doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Él le dijo:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».
Mateo 22, 34-40
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