YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.

domingo, 19 de octubre de 2014

29° domingo de tiempo ordinario







Evangelio según san Mateo 22,15-21

En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras la condición de las personas. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?». Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: «Hipócritas, ¿por qué me tientan? Enséñenme la moneda del impuesto». Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién es esta cara y esta inscripción?». Le respondieron: «Del César». Entonces les dijo: «Pues denle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Los discípulos de los fariseos y los partidarios de Herodes formulan una muy bonita alabanza a Jesús: eres sincero y enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. El evangelista Mateo inmediatamente anota una consideración: Jesús, conociendo la malicia de los que le preguntan, devela sus intenciones: «Hipócritas, ¿por qué me tientan?». Antes que señalar con el dedo a los fariseos o a los herodianos, ¿no deberíamos hacernos a nosotros mismos esa pregunta de Jesús? Tal vez no todos hemos vivido alguna ocasión en la que nos hemos aproximado a Jesús —como lo hicieron esos hombres— para comprometerlo y tentarlo. Sin embargo, de manera quizá más sutil o ambigua, nos planteamos “falsas oposiciones” o incluso en nuestro interior buscamos “poner en apuros” al Señor y sus enseñanzas. ¿Tentamos a Jesús? Y si lo hacemos, ¿no sería prudente preguntarnos qué hay detrás de una actitud así?

La contestación del Señor Jesús es genial. No sólo no cae en la trampa sino que, desde una luz mayor, supera toda oposición. «La respuesta de Jesús —nos dice el Papa Benedicto XVI— lleva hábilmente la cuestión a un nivel superior, poniendo finamente en guardia frente a la politización de la religión y a la deificación del poder temporal, junto a la incansable búsqueda de la riqueza. Sus interlocutores debían entender que el Mesías no era César, y que César no era Dios».

A partir de la moneda que pide Jesús para impartir su enseñanza se han desarrollado profundas reflexiones en la espiritualidad católica. Al César se le debe pagar el tributo porque la imagen impresa en la moneda es suya. Ahora bien, el hombre lleva impresa en su ser más íntimo otra imagen, que es la de Dios. ¿Qué nos dice esto? San Lorenzo de Bríndisi nos propone una reflexión muy acertada: «Hay que pagar al César la moneda que lleva su efigie y la inscripción del César, a Dios lo que ha sido sellado con el sello de su imagen y semejanza… Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26). Eres hombre, ¡oh cristiano! Eres la moneda del tesoro divino, una moneda que lleva el sello y la inscripción del emperador divino».

Llevar ese sello en el corazón nos desafía a pensar sobre nuestras prioridades y la valoración que le damos a ciertas cosas en nuestra vida. Para decirlo con el ejemplo de la moneda: podemos pagar un “tributo al César”, porque en la moneda está su rostro; pero no podemos hacer del César un dios en nuestra vida pues la imagen que llevamos impresa en el corazón no es la del César sino la de Dios. «Todo hombre, lleva en sí mismo otra imagen, la de Dios y, por tanto, a Él, y sólo a Él, cada uno debe su existencia» (Benedicto XVI). Esto, evidentemente, tiene una serie de consecuencias que cada uno debe sacar para su propia vida. ¿Le doy al “César lo que es del César”? Y, más importante aún, ¿le doy a Dios lo que es de Dios? ¿Hago del César —es decir de las realidades temporales, de los bienes y placeres de esta vida— un dios? Es muy fácil que se nos confundan los planos y por eso es tan necesario un constante examen a la luz del Evangelio.

Dios nos ha creado por amor para que toda nuestra vida sea un reflejo de su gloria. ¿Cómo podemos hacer esto? Volvamos los ojos al Señor Jesús. «Si queremos ser realmente imagen de Dios, debemos asemejarnos a Cristo, ya que Él es la imagen de la bondad de Dios y la “impronta de su ser” (Heb 1,3). Y Dios “nos ha destinado a ser imágenes de su Hijo” (Rom 8,29)» (San Lorenzo de Bríndisi). Jesús, quien nos revela la gloria del Padre, es quien nos enseña a ser auténticas personas. Él nos ha devuelto la semejanza que perdimos con el pecado y ha restaurado su imagen en nosotros. Siguiendo sus huellas, viviendo según sus mandamientos, llevando a cabo la obra que el Padre nos encomienda realizar es como, por la fuerza del Espíritu, reflejaremos la gloria de Dios en nuestra vida.


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