YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.

sábado, 27 de febrero de 2010

Dies Domini 28 de febrero de 2010




Segundo Domingo de Cuaresma


Evangelio


En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que se iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué hermoso es estar aquí! Haremos tres chozas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía:
«Éste es mi Hijo, el escogido; escuchadle».

Lucas 9, 28b-36


Silencio y admiración


El evangelista san Lucas, en su presentación teológica de la Buena Noticia que «ha sucedido entre nosotros», describe los acontecimientos de la vida pública de Jesús en el camino, en el llano, donde se desarrolla la vida ordinaria. Ha bajado a Jesús al camino, donde el ciego de nacimiento le puede gritar: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!»; la hemorroisa puede tocarle el borde del manto, o los diez leprosos le gritan para que les cure... Jesús está cercano, es accesible. Pero mantiene, también, los otros pocos relatos donde está en el monte: en el Tabor, en el Gólgota... Estos momentos son especiales, de diálogo con el Padre, en sosiego y paz. Tanto en la crucifixión como en la Transfiguración existe un ambiente especial de silencio, de oración, serenidad, y en ambos se manifiesta la gloria de Dios.
A sus discípulos, testigos de tantos acontecimientos grandes, les estaba dando el Señor argumentos para salir fortalecidos en la dramática aventura de la fe. Les hubiera bastado el de la Transfiguración para que tuvieran seguridad de que la Resurrección era algo más que una bonita palabra. Es otra ocasión más para confirmarlos en la fe, comenzando por el núcleo de los apóstoles. En la Transfiguración les está adelantando que nuestra misma condición humilde la puede transformar el Señor, según el modelo de su condición gloriosa, y ¡se admiran!
Con estos tres discípulos vamos todos a la cima del monte, hemos sido invitados por el mismo Jesucristo para ver cosas mayores, no sólo el aspecto del rostro, iluminado, o la blancura de las vestiduras, cosa que les espabiló, hasta que no pudieron más y gritaba Pedro: «¡Qué bien estamos aquí, que no pase nunca este momento!» Éste es el drama de la fe, ¿qué tendría que hacer el Señor para que respondiéramos en fidelidad? Nos da la Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre, su presencia real; si tenemos el perdón de los pecados, el triunfo sobre la muerte como regalo..., decidme: ¿qué tendría que hacer más? Si los apóstoles nos han contado los hechos con nitidez y nos aseguran que ellos han estado allí, que lo han visto con sus ojos, ¿qué se necesita más? Quizás pudiera valer una palabra: convertirnos, volver con propiedad a la gracia, a la vida, una vida que en Jesucristo, como bien sabemos, ha de alcanzar su máxima expresión de perfección y plenitud. Ésta es la llamada constante de los profetas al pueblo: ¡Si volvieras, Israel! ¡Si volvieras a mí! ¡Si quitaras tus monstruos abominables y no huyeras de mí!
+ José Manuel Lorca Planes
obispo de Cartagena
y A.A. de Teruel y Albarracín

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