YO soy mucho de la Montaña. Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego.La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.ANTONIO BURGOS.

viernes, 28 de enero de 2011

Cuzco, Perú:El Señor de los Temblores



El Señor de los Temblores (Taitacha Temblores, en quechua) es una devoción que congrega a miles de turistas del Perú y el extranjero.

Según cuenta la leyenda popular, la historia de este Cristo de rasgos descarnados y de sobrecogedora apariencia se remonta a cuando el emperador Carlos V envió la efigie a Cusco, hecha especialmente para los indios, copiando las bruscas facciones de éstos.

Los españoles buscaban consolidar así la conquista. Pero fue el 31 de mayo de 1650 cuando se encendió aún más la llamarada de fe del pueblo cusqueño por el Señor de los Temblores. Esa tarde un terremoto azotó la ciudad echando abajo muchas casas y templos.

Fue entonces en que ocurrió un milagro para muchos: indios, señores, esclavos y mestizos se mezclaron todos para adorar y pedir amparo al Cristo de los Temblores.

Su rostro labrado -cual fina roca oscura- muestra un gesto grave y triste, recogiendo en cada paso el clamor de los fieles hacia su “General de la Esperanza”. Se cree que su cuerpo adquirió ese tono ennegrecido cuando salió por primera vez a las calles, al contacto del humo que se expandía de los cirios y velas de la gente.


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