En el año 1134 fallece el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador. El rey no tuvo descendencia y su testamento y sucesión levantaron ampollas entre los nobles y la Iglesia:
En nombre del bien más grande e incomparable que es Dios. Yo Alfonso, rey de Aragón, de Pamplona [...] pensando en mi suerte y reflexionando que la naturaleza hace mortales a todos los hombres, me propuse, mientras tuviera vida y salud, distribuir el reino que Dios me concedió y mis posesiones y rentas de la manera más conveniente para después de mi existencia. Por consiguiente temiendo el juicio divino, para la salvación de mi alma y también la de mi padre y mi madre y la de todos mis familiares, hago testamento a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo y a todos sus santos. Y con buen ánimo y espontánea voluntad ofrezco a Dios, a la Virgen María de Pamplona y a San Salvador de Leyre, el castillo de Estella con toda la villa [...], dono a Santa María de Nájera y a San Millán [...], dono también a San Jaime de Galicia [...], dono también a San Juan de la Peña [...] y también para después de mi muerte dejo como heredero y sucesor mío al Sepulcro del Señor que está en Jerusalén [...] todo esto lo hago para la salvación del alma de mi padre y de mi madre y la remisión de todos mis pecados y para merecer un lugar en la vida eterna…
Dejaba el reino de Aragón a la Orden del Santo Sepulcro (otros también incluyen a las í“rdenes del Temple y el Hospital). Las órdenes recibieron algunas plazas, pero se acordó buscar una solución a este disparate. La solución fue nombrar sucesor a Ramiro, hermano de Alfonso, que estaba recluido en un monasterio. Ramiro II el Monje (el sobrenombre era evidente) se encontró con un reino asediado por los reinos de Castilla y de Navarra y con unos nobles que querían manipularle a su antojo.
El “Monje”, inexperto en las lides del gobierno, decidió pedir consejo al abad del Monasterio de Tomeras. Envió a un mensajero que se reunió con el abad en el huerto, después de plantear los problemas de Ramiro, el abad se limitó a cortar las ramas que sobresalían de un seto, sin decir nada. El mensajero no entendía nada, pero relato los hechos al rey. El “Monje” comprendió el mensaje del abad y convocó a la nobleza en Huesca. Los hizo pasar uno a uno y los fue decapitando hasta formar con sus cabezas un campana.
Dejó para el final al obispo de Huesca (unos dicen que era el peor de todos y otros que le daba una oportunidad para arrepentirse):
¿Qué os parece esta campana?, pregunto el rey.
Le falta el badajo, contestó ufano el obispo.
La respuesta irritó al rey y le contestó:
Vuestra cabeza será el badajo.
El resto de nobles se dieron por enterados y el reino se apaciguó. Abdicó después de 17 años de reinado y se retiró al monasterio del que nunca (creo) le hubiese gustado salir.
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