No valoramos los sevillanos lo importante que es la Torre del Oro para los montañeses. La Torre del Oro es su Hércules. La que está en el escudo regional y en el de Santander. La Torre del Oro forma parte de la mitología de la Montaña, que es como aquí se pronuncia esa cursilada de Cantabria. Aquí gracias a Dios no hay cántabros: hay montañeses, montañeses trabajadores, tenaces, emprendedores.
Soy de la Montaña de toda la vida. De la mar de Castilla. De la que crió a media España con el Pelargón que Nestlé hacía en La Penilla. Soy de la Montaña del sobao pasiego. De la Montaña de los versos de Fernando Villalón: «Echa vino, montañés». La que inventó la emigración antes que nadie y eso de los emprendedores antes que existiera tal palabra. Hablo de la Montaña de los montañeses de Sevilla y de los chicucos de Cádiz. La de los jándalos que se vinieron a trabajar a Andalucía con pantalón corto, se pasaron la vida detrás del mostrador de un almacén de ultramarinos o de una tienda de comestibles, durmieron debajo de ese mismo mostrador sin quitarse el babi de crudillo, ahorraron y cuando tuvieron un dinero se establecieron como comerciantes, con tiendas que pregonaban poemáticos nombres en recuerdo de su tierra: El Valle del Pas, La Flor de Toranzo, La Gloria de Villacarriedo. Esa es mi Montaña, qué Cantabria ni Cantabria.
Llegaban a Cádiz o El Puerto de Santa María de niños, con trece o catorce años de edad Empezaban como recadistas y terminaban como encargados o dueños de sus propios negocios Durante décadas, las familias cántabras monopolizaron el negocio de los ultramarinos
Las tiendas y almacenes de alimentación de Cádiz van perdiendo poco a poco aquel aspecto tan característico que en su día imprimieron los antiguos comerciantes cántabros. Con los años, los grandes supermercados han ido multiplicándose, y aquellos históricos negocios de ultramarinos regentados por emigrantes de Cantabria han ido dejando paso a un nueva realidad. Quedan pocos, en efecto, pero en determinadas calles de Cádiz, en determinadas esquinas de El Puerto de Santa María, todavía permanecen abiertos algunos entrañables almacenes de los de antes, que, afortunadamente, han sobrevivido a los cambios operados en las dos últimas décadas.
Estos establecimientos conservan sus características estanterías de madera, sus barras para el embutido y sus cajones para la legumbre, así como las típicas trastiendas que muchos de ellos utilizaron para el despacho y consumo de vino en un espacio separado, con el fin de preservar de las miradas la reputación de las señoras clientas.
Su número es muy reducido, pero, afortunadamente, algunos quedan. Representan un auténtico testimonio de lo que fue aquel modelo comercial y de lo que fue el papel que las familias procedentes de Cantabria, y en particular los populares 'chicucos', jugaron en ese modelo.
Con trece o catorce años
Hubo un tiempo en que, en Cádiz, todos los comercios de alimentación estuvieron regentados por cántabros, o montañeses, como se les sigue denominando. Hubo más de setecientos almacenes de ultramarinos sólo en la capital y más del noventa por ciento de esos negocios estuvieron atendidos por encargados y dependientes procedentes de Cantabria.
Llegaban con lo puesto. Normalmente, para trabajar y aprender el oficio en la tienda de un familiar o vecino del pueblo, previo acuerdo entre este y su padre. Con arreglo a este 'trato', el padre enviaba al niño a Cádiz y el receptor se comprometía tanto a alojarlo y mantenerlo, como a encaminarlo en el oficio.
Así, las familias se desprendían de uno de los hijos, no tanto con el fin de suprimir una carga en el hogar -una boca menos que alimentar-, como de abrirle oportunidades y solucionarle el porvenir a un hijo. Y de este modo, el pequeño dejaba los verdes prados de Cantabria, sus barros y sus lluvias, para probar fortuna al sol de Cádiz.
Aquellos niños de trece, catorce o quince años de edad llegados a Cádiz para hacer recados y atender los 'mandados', no tardaban en ascender en el escalafón. Pasaban de recadistas a dependientes, más tarde a encargados y, finalmente, a dueños del negocio, hasta la jubilación. Era entonces cuando se lo transmitían a algún descendiente o, en muchos casos, a alguno de los empleados a quienes, en otro tiempo, habían traído desde Cantabria como 'chicucos'.
Así funcionaba la cadena. No todos lograron recorrer la totalidad de los peldaños, pero sí un elevado porcentaje de quienes lo intentaron. Y así, de este modo, se produjo la llegada de cientos y cientos de personas a lo largo del tiempo, hasta los años cincuenta o sesenta del siglo pasado.
'Chicucos', en Cádiz
Por regla general, la llegada de estos niños se producía a edad muy temprana. Por ello recibían el apelativo de 'chicucos', del que ya no se desprendían durante el resto de sus vidas.
Desde luego, Cádiz no pudo acuñar otra expresión más afectiva y cariñosa que aquella que siempre usó para dar la bienvenida a ese goteo de niños a quienes las limitaciones familiares y las ganas de abrirse camino en la vida llevaron a abandonar el pueblo con trece o catorce años para buscarse el porvenir en una tierra extraña, aunque, eso sí, acogedora como pocas. Y hoy en día, pese a los años transcurridos, y pese a que los últimos que llegaron ya peinan canas, los lugareños siguen identificándoles como 'chicucos'.
La mayoría de quienes integran este colectivo de emigrantes llegaron a Cádiz procedentes de localidades de la comarca del Pisueña como Selaya, Villacarriedo, Aloños o Tezanos. Últimamente, otras zonas de Cantabria, como las cuencas interiores de los ríos Besaya, Saja y Nansa, también se incorporaron a este proceso. De ellas salieron los últimos contingentes que hoy en día integran la última generación de 'chicucos'.
La última generación
Domingo Marcos Cuevas, Eladio Gutiérrez Quevedo y José María Ruiz Mantilla son algunos de ellos. Están afincados en El Puerto de Santa María y, además de una misma trayectoria personal, comparten el origen -los tres llegaron procedentes de Bostronizo (Arenas de Iguña)- y algunos negocios que, andando los años, han puesto en marcha en sociedad.
Llegaron a Cádiz en 1954, con apenas unos meses de diferencia. Poco después lo hizo Benito Fernández, otro niño de Bostronizo que, cincuenta años después, aun continúa detrás del mostrador en un pequeño almacén de alimentación situado en la gaditana calle García de Sola 45, entre las avenidas de Portugal y Juan Carlos I. Es uno de los pocos que quedan abiertos en la ciudad y muestra un impecable aspecto en cuanto a organización y limpieza.
Las historias de Domingo, Eladio, José María y Benito no son idénticas, pero todas ellas tienen númerosos puntos en común. Como la de Curro Gómez (Valdáliga) o las de sus cuñados Hipólito Purón y Luis Domínguez (Val de San Vicente). O la de Carlos Gutiérrez (Campoo de Yuso), llegado en 1931. O la de Manuel Rosendo (Cabezón de la Sal). Todas ellas son historias de 'chicucos' llegados a Cádiz desde Cantabria para trabajar, probar fortuna y construir una nueva vida.
La lista de estos jándalos fue muy amplia en otro tiempo, pero va reduciéndose con el paso de los años. Hace décadas que no llegan nuevos 'chicucos'. Sin embargo, todavía pueden contarse en torno a medio centenar de casos en la provincia.
Siguen visitando Cantabria con regularidad implacable y disfrutan comprobando cómo sus hijos y nietos también pasan largas temporadas en el pueblo. Ahí se empapan suficientemente de la cultura y las costumbres regionales, que luego mantienen vivas en su regreso a Cádiz.
Su consideración y estima en las plazas principales, como Cádiz, El Puerto de Santa María o Jerez de la Frontera es muy grande. Cada uno en su zona, cada uno con sus clientes, lo cierto es que todos ellos mantuvieron una relación muy estrecha y constante con la población gaditana. Al fin y al cabo, todos los comercios de ultramarinos estuvieron en sus manos durante décadas y, por ello, en Cádiz se mantiene viva la expresión «voy al chicuco», para referirse a 'hacer la compra'.
Además, en épocas de penuria económica, como la posguerra, supieron 'fiar' en las tiendas. Los clientes llevaban lo necesario cada mañana y, a final de mes, liquidaban lo prestado. «No se quedaba ninguna casa sin comer. Por eso los gaditanos, a los montañeses, nos aprecian bastante», afirma Ángel García Pérez, un jándalo de Terán (Cabuérniga) que sin embargo no fue 'chicuco', sino que se dedicó a la hostelería por espacio de 45 años.
Pasear por las bellas calles de El Puerto de Santa María acompañando a los 'viejos chicucos' permite captar, de un sólo trazo, cuál es la consideración personal, el afecto y la estima que los portueneses, y los gaditanos en general, sienten por esta gente.
De abuelos a nietos
El problema es que, siendo los integrantes de la última generación de 'chicucos', y no habiendo llegado ninguno nuevo a partir de los años sesenta, la suya es una figura que se pierde en el tiempo.
Sus comercios han ido cerrando y apenas quedan un pequeño puñado de ellos. Por ejemplo, el de Benito Fernández en el propio Cádiz.
Otros almacenes sobreviven gracias a cántabros de segunda o tercera generación. Es el caso de los Ultramarinos La Giralda, en la calle La Luna de la localidad de El Puerto de Santa María. Este comercio tiene una larga historia. Se sabe que en 1860 fue propiedad de un cántabro llamado Ezequiel Díaz Pérez. En 1913 lo adquirió Antonio Ruiz de la Canal, un 'chicuco' de Caviedes (Valdáliga) que lo tomó de manos de la familia Muñoz Terán, de Cabuérniga. Antonio Ruiz de la Canal se lo transmitió a sus hijos -ya nacidos en Cádiz- y en la actualidad lo regentan sus nietos, Alfonso y Angelita Ruiz Fernández.
El lugar tiene todo el encanto y la solera de los viejos almacenes de ultramarinos, y conserva no sólo el aspecto tradicional de la tienda, sino la trastienda y los cuartos en los que se alojaban hasta cuatro dependientes en aquellos tiempos. Sus muros, sus puertas, sus estanterías, sus techos... mantienen viva la historia de la familia Ruiz de la Canal. Y no sólo de esa familia, sino de tantas otras que, por circunstancias de la vida, un buen día abandonaron el hogar familiar y la casona para empezar una nueva vida en la otra punta de España.